Dos libros sobre Berlín



Terminé el año pasado leyendo de casualidad un par de libros que transcurren en Berlín: Dinero para fantasmas de Edgardo Cozarinsky y También Berlín se olvida de Fabio Morábito, ambos rescatados de mesas de saldos. La coincidencia me alegró porque curiosamente el año pasado visité por primera vez la capital alemana, así que decidí considerar este azar como un último guiño literario berlinés (el primero, por cierto, fue descubrir que el hotel en el que me hospedaba se encontraba en la Tieckstrasse, esquina con la Novalistrasse, ya en pleno romanticismo alemán). En la novela de Cozarinsky o, mejor dicho, en la novela dentro de la novela de Cozarisnky, pues esta resulta una especie de muñeca rusa, el protagonista, un viejo ex cineasta llamado Andrés Oribe, vuelve a un Berlín moderno después de una primera visita hace décadas, cuando aún existía el muro. En aquel primer viaje, Oribe, joven leedor que veía todo a través de la literatura, buscaba las sombras de Alfred Döblin y Christopher Isherwood. Ahora se pregunta: “¿Qué vengo a buscar a Berlín?”. La breve trama berlinesa se complica con el encuentro con una actriz que apareció en uno de sus films, una mujer resuelta y pragmática que abandonó una vida de miseria en Argentina para empezar una nueva en Alemania. El encuentro sacude a Oribe, que de pronto se ve libre de todo romanticismo y, como él dice, “novelería”, y deja de buscar ecos literarios o de su viaje pasado en la nueva ciudad y se entrega al presente. Pero, ¿qué tanto se puede vivir en el presente cuando la mayor parte de uno es pasado? El episodio termina recordando el poema “Límites” de Borges (“De estas calles que ahondan el poniente / una habrá (no sé cuál) que he recorrido / ya por última vez…”). Oribe constata, ya sin el romanticismo de la juventud, que en efecto es así: “Hace mucho que yo tuve cincuenta años, y ya no me pregunto si será esta la última vez que veo esta plaza, este bar, esta ciudad. Lo supongo. Sin certeza. Sin pena”.

El Berlín de Morábito está hecho de viñetas de la ciudad (el río, el S-Bahn, los Kleingärten) y breves ensayos que abordan sus obsesiones: la escritura, el lenguaje, el estilo (no lo consigné aquí, pero el año pasado leí con agrado El idioma materno y con agrado y perplejidad la novela Emilio, los chistes y la muerte). “Mi lucha con el alemán”, por ejemplo, no trata en realidad del arduo aprendizaje de esa lengua, sino del aún más arduo aprendizaje de la escritura. Me intrigó, al final de la lectura, el título del libro. ¿También Berlín se olvida? A juzgar por los últimos textos, creo que habría que leerlo al revés: tampoco Berlín se olvida o, mejor, Berlín no se olvida nunca.

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